La estructura del confinamiento en El hombre que amaba a los perros

Humberto Montero

 

¿Qué tienen en común Trotski, Mercader, Mornard-Jacson, López y Cárdenas Maturell? Que los cinco son los confinados de una novela que linda entre lo histórico y lo fictivo. Que los cinco sufren de la presencia ubicua de un virus. Que los cinco aman a los perros. Que los cinco son los personajes de Leonardo Padura en El hombre que amaba a los perros.

Los cinco —personajes histórico-fictivos—, amenazados por el ubicuo virus de Stalin, se confabulan en la trama de Padura; trama en la cual, los perros, quizá, son el único vector de escape al confinamiento infranqueable provocado por el Gran Capitán del Socialismo; incluso, años después de su muerte. En los perros, estos confinados encuentran la liberación que tanto anhelan; y, a través de ellos, el lector identifica cada vínculo de unión entre cada personaje principal.

El libro, escrito ya hace más de once años, es un clásico de la literatura latinoamericana y un paradigma histórico en el corpus narrativo de Leonardo Padura; y su estructura, un sistema semiológico que admite la contemporaneidad en toda su significación. Y es esto último lo que se explica en evidencia. 

El sistema narrativo de la novela es permeable a la resignificación en el actual contexto de pandemia en que vivimos. Un virus ubicuo, signo interpolado entre la tragedia histórica (la de Trotski, la de Mercader) y la tragedia ficcional (la de López, la de Cárdenas Maturell), se presenta en estado de latencia pero siempre amenazante; y, cuando infecta a uno de los tantos personajes, invadiéndolo silenciosamente, descarga su virulencia de una manera dosificada, fulminante en ciertos casos, lenta y persistente en tantos más.

Trotski es el más afectado en grado de virulencia, ya que porta la cepa más nociva con más de once años de inoculación en su organismo. Una cepa que carcome el sistema neurológico y que ha inoculado el vector más agresivo que la destaca por sobre las demás, el vector del perseguido. 

La muerte histórica de Lev Davídovich Trotski se pone en evidencia literaria con el suceso del piolet en manos de Jacques Mornard (Jacson-Mercader). En tanto que la muerte fictiva de Iván Cárdenas Maturell, el narrador en primera persona —omnipresente en estilo—, es más silenciosa, extremadamente lenta, consecuencia de la cepa caribeña, que no es sino una variante de la cepa original. 

Esta cepa caribeña, la del miedo, es empática con el desasosiego generacional de un boomer de La Habana que soñó que escribiría para el mundo y que sería leído por el mundo, pero que apenas logró contar una historia a un amigo: la historia «del hombre que amaba a los perros». 

Esta es una historia que tiene su variante en el tiempo, en el presente histórico en el que el mundo ha derivado por la presencia ubicua, grave y degenerativa de un virus que mata aliándose con el miedo. Un virus aún incomprendido en su curso, mutante, tantas veces sobrestimado, pero que cuando ya se ha inoculado en el organismo del humano, lo deshumaniza hasta cortarle la respiración y así reducirlo en un silencio de sepulcro. Y es entonces cuando el cielo se cae sobre el afectado reduciéndolo a una muerte casi anónima; aunque sí ritualizada; siempre ritualizada… 

Veamos el caso definitivo con el que Padura cierra la novela. El cielo aplasta a un hombre y a su perro matándolos de contado:

 

«Cuando el apartamento se iluminó, desde la pieza que hacía de sala vi lo que jamás hubiera querido ver: en la otra habitación estaba la cama, hundida, las patas quebradas por la carga que tenía encima. Sobre el colchón, también hundido por el peso, logré entrever bajo los pedazos de madera, concreto y yeso, la forma de unas piernas, un brazo, parte de una cabeza humana y también algo de la pelambre amarilla de un perro. Alcé la vista y vi que del techo colgaban unas pocas cabillas de acero, oxidadas y roídas, y más allá, un cielo desencantado y ajeno, desprovisto de estrellas».

 

Y he ahí la ritualidad del hecho de la muerte con el poder de una narración testimonial.

La historia compendiada en El hombre que amaba a los perros abarca dos tiempos narrativos: un tiempo histórico que parte con la Guerra Civil española, y que culmina con el asesinato de Trotski en 1940; y un tiempo literario que propone la narración a partir de 1977 cuando se da comienzo a la ficción que se entreteje hasta su final en 2006. Y a lo largo de este compendio narrativo, Leonardo Padura nos presenta, particularmente, a la generación del miedo, a la de una Cuba confinada en acción y en pensamiento, infectada por el virus dictatorial de una ideología política heredada, que no es sino la de un pensamiento de laboratorio que desbordó la razón del ser humano y que la confinó ideológicamente, extendiéndose, de manera subrepticia, en cada rincón de la isla caribeña; y afectando, principalmente, a los nacidos a partir del cincuenta. 

Padura lo resume en estas líneas con las que figura al narrador: «Porque el papel de Iván es el representar a la masa, a la multitud condenada al anonimato, y su personaje funciona también como metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica».

Y es esa condena al anonimato la que se suma en este tiempo histórico en el que vivimos confinados al miedo de un virus dictatorial que aún desborda la razón del ser humano. Los contagiados y los muertos, un número que deviene aún anónimo, se cifra en la cuenta de las cruces tras las cruces, como las «cruces sobre el agua», ya que los millones de contagios y los derivados en muerte cobran su rol generacional reduciéndolo a este hasta los límites del miedo. 

¿Podremos entonces hablar de la generación del COVID-19, de una que también se fundamenta en el miedo? Sí. De la generación derivada de una pandemia que modela ideologías y que controla movimientos intelectuales. Un tema que atañe al mundo y que designa una era de conmoción y de cambios sustanciales.

La narración de Padura, más allá de la intención del escritor, nos propone en su estructura la interpretación derivada de nuestra actualidad, y la convierte en otro de los ejemplos literarios que cobran más vigencia hoy por hoy; como el caso sugerido de Las cruces sobre el agua de Gallegos Lara, Corazones perdidos de Heinz Konsalik, Ensayo sobre la ceguera de Saramago o El amor en los tiempos del cólera de García Márquez; entre tantas novelas más de rigor contemporáneo; obras de exégesis actual.

Ahora, en esta novela de Padura, el título resulta principal como el código en el que se cifra la conexión entre los personajes designados con el virus inoculado en su ser. Ya sea relacionado con el propio asesino material de Trotski, y hasta con el propio asesinado: el título es determinante. Ambos, víctima y victimario, aman a los perros. Y es así que los perros aparecen literaturizados a lo largo de toda la novela. Ejemplos son Maya, el borzoi de Trotski que lo acompañó desde Rusia cuando Trotski era aún el poderoso guía del Ejército Rojo (el perro moriría durante los últimos días de exilio en Turquía); o el propio Azteca, el mestizo que vincula al nieto con su abuelo, a Sieva con Trotski, ya en el último asilo del «renegado», el asilo de Coyoacán en México. Pero también lo son los propios Ix y Dax, los borzoi (coincidentemente galgos rusos) de Jaime López (Ramón Mercader…), el asesino material de Trotski. Todos ellos son los vínculos directos con la libertad. 

Y es que el perro es fiel a su cuidador, a su compañero, al cual lo identifica y lo reconoce familiar; y es incluso ajeno al pensamiento retórico del ser humano, aunque muy cercano al instinto de la libertad, la cual, paradójicamente, es dependiente de la voluntad del amo. Estos perros de casa no se rigen solos, son guiados por sus amos acorde a la empatía que estos tienen con la vida. Y estos, los amos en cuestión, sí que la valoran, puesto que perciben sus vidas en un total estado de indefensión, acosados por el peligro de una extinción que los acecha. 

Pero también están los casos de los perros de la calle, los anónimos que son recogidos por el hombre para ser familiarizados en el mundo de los humanos, ya no como el runa callejero (cubanizadamente sato), sino como integrantes del núcleo familiar. 

Truco es el caso principal que se demuestra en la obra como el último vínculo con la vida que posee un hombre apestado por las doctrinas ideológicas elevadas al nivel de ser y de actuar como armas de represión. Truco, el perro de Iván Cárdenas Maturell, que, como vimos, no dejó a su amo solo, ni siquiera en el último momento de su vida, el momento de su muerte, sino que murió fiel en la desgracia y junto a él.

 Los perros en esta novela de Padura, que no son solo los citados, y no se diga los de las clásicas de Mario Conde (Basura I y Basura II), son la vacuna en contra de todos los males ideológicos, el punto semiótico de reflexión en nuestra actualidad, y otro de los mensajes que este libro de Padura nos propone, más aún en este tiempo de pandemia: el hombre ya no puede ver la vida de soslayo, sino que la tiene que experimentar tal como lo hace un perro familiarizado con el mundo que le ha tocado vivir, pero sin perder la condición noble de existencia: la de ser fiel con la vida misma y no con las ideologías de poder que confinan al humano sin tiempos ni espacios. 

Y así se deriva otro signo de interpretación contemporánea, el nivel de empatía que el hombre tiene con la vida, con la naturaleza y con las ánimas que componen su entorno. Y es ese nivel de empatía humana el que Padura nos revela con el primer encuentro de Ana e Iván; Ana, la última pareja de nuestro narrador y «la mujer que amaba a los perros». 

 

A veces soy tan exageradamente suspicaz que puedo llegar a pensar si todo aquel montaje de decisiones mundiales, nacionales y personales (se hablaba incluso del «fin de la historia», justo cuando nosotros comenzábamos a tener una idea de lo que había sido la historia del siglo XX) solo tuvo como objetivo que fuese yo quien recibiera, al final de una tarde lluviosa, a la joven desesperada y chorreante que, cargando entre sus brazos un poodle desgreñado, se presentó en la clínica y me suplicó que salvara a su perro, aquejado de una obstrucción intestinal. Como eran más de las cuatro y los doctores ya se habían fugado, le expliqué a la muchacha (ella y el perro temblaban de frío y, observándolos, sentí que la voz no quería salirme) que allí no se podía hacer nada. Entonces la vi deshacerse en llanto: su perro se le moría, me dijo, los dos veterinarios que lo habían visto no tenían anestesia para operarlo, y como no había guaguas en la ciudad, ella había venido caminando bajo la lluvia y con su perro en brazos desde La Habana Vieja, y yo tenía que hacer algo, por amor de Dios. ¿Algo? Todavía me pregunto cómo es posible que me atreviera, o si en realidad yo estaba deseando atreverme, pero después de explicarle a la muchacha que yo no era veterinario y de exigirle que escribiera su ruego en un papel y lo firmara, liberándome de toda responsabilidad, el moribundo Tato se convirtió en mi primer paciente quirúrgico. Si el Dios invocado por la muchacha alguna vez ha decidido proteger a un perro, tuvo que haber sido esa tarde, pues la operación, sobre la cual tanto había leído y que había visto realizar más de una vez, resultó un éxito en la práctica…

 

Y esta es la operación literaria que Padura practica en la novela, la de la estructura literaria de El hombre que amaba a los perros, la cual formalmente se humaniza en nuestro tiempo con la total capacidad de improvisar significados a partir de los significantes más precarios que se puedan manifestar en la vida de los seres que, como Iván, como Ana, como Tato, como Truco, luchan en contra de todo mal que, por más que parezca incurable, siempre tendrá una mínima posibilidad de redención. 

Una diacronía que se emparenta entre dos tiempos, el literario de Padura y el histórico y real del 20-21, y que marca leyenda y contemporaneidad en El hombre que amaba a los perros.