La estética de la psicodelia

 

He kissed the plump mellow yellow smellow melons of her rump, on each plump melonous hemisphere, in their mellow yellow furrow, with obscure prolonged provocative melonsmellonous osculation. 

James Joyce, Ulysses.

 

Besó los gruesos melones amarillos suaves de su grupa, en cada melonesco hemisferio regordete, en su suave surco amarillo, con un prolongado, oscuro y provocativo beso melonmelonesco. 

James Joyce. Ulises. (Traducción).

 

 

Resulta evidente que la traducción de José María Valverde prioriza lo semántico por sobre lo sintáctico de forma tal que los valores acústicos y sinestésicos propuestos por el escritor irlandés desaparecen en la versión en español. 

Los gruesos melones amarillos suaves..., línea rítmica de Joyce, pierde el valor fonético ow/ow/ow (mellow yellow smellow) presente en el texto original. Pierde, además, ese sentido sinestésico de las líneas que sensibilizan al lector; lo cual no ocurre en el texto en inglés donde sí nos es posible experimentar los sonidos de los besos (…ow/…ow/…ow) de Leopold Bloom en cada plump melonous hemisphere; en cada nalga regordeta de Mrs. Molly Bloom.

No obstante, lo apuntado es una descripción formal, mas no una crítica al traductor…

Ahora, en lo que atañe a nuestro tema, ¿qué tiene que ver todo esto con la estética de la psicodelia?

Mucho en cuanto a la forma y al significado; y más aún a la técnica creativa que despliega la obra psicodélica: esa de la experimentación más allá de lo literal. Experimentación con fuentes narrativas, por ejemplo, como la de Joyce: experimentación con el fenómeno significante de la sinestesia a todo nivel estructural.

Siguiendo esa línea creativa, veamos este ejemplo propuesto al inicio y que se enlaza luego de cuarenta y cinco años (1967) con la obra seminal de Joyce: Ulises (1922). El músico escocés Donovan lanza Mellow Yellow; una canción que contiene la alegoría de lo sinestésico propia del modelo de la experimentación en el mundo de la psicodelia, y que impulsa una insinuación lúdica entre líneas: ¿Es posible acaso fumar las fibras de una banana y experimentar alucinaciones?

Y sí. Todo es posible en la esfera de significación del mundo psicodélico.

Y es que la psicodelia lo propone, lo intenta, lo mitifica. Así lo hace con la estética victoriana, con la creación prerrafaelita, con la literatura beat, con los sonidos de Oriente… Con religiones, estados de conciencia, conflictos bélicos, irrupciones contraculturales…; con las plantas de poder o sustancias de alucinación; con todo ese entorno de las sensaciones expandidas que abren puertas a la percepción.

Y los ejemplos abundan al respecto. No solo en la música que, sin lugar a duda, es el producto principal de la estética de lo psicodélico: un estilo que toma fuentes de inspiración de orígenes diversos; como en el caso de los Jefferson Airplane que toman de Lewis Carroll (Alicia envuelta en ácido lisérgico); o de The Doors que toman de Aldoux Huxley, The doors of perception; o de los Rolling Stones que toman de El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov…; sino en un amplio espectro de producción creativa; narrativa, poética, plástica, gráfica, cinematográfica…

Veamos algunos ejemplos al respecto, no sin antes preparar al lector para el viaje psicodélico. Y qué mejor para ello si lo hacemos con el «Acid Test». El examen lisérgico por excelencia.

He aquí un par de combinaciones entre las tantas posibles de aquella prueba emblemática que la generación de los sesenta estuvo resuelta a experimentar:

 

Opción A: Poética de Allen Ginsberg con fondo musical de Grateful Dead; la asistencia operativa de los Merry Pranksters, en un estado de gimnosofía pura (todos lluchos), y con el afable impulso de Mary Jane (cannabis con genética plena en THC)…; y todo, al módico valor de dos dólares por persona.

 

Opción B: Narrativa de Willliam S. Burroughs (solamente narrativa y sin atravesar las Interzonas del autor…, por lo menos al inicio del ritual…), los sonidos neblinosos y purpúreos de The Jimi Hendrix Experience, la asistencia exclusiva de Ken Kesey y de Owsley Stanley (el proveedor), y con el impulso del LSD 25 (no el de la Sandoz; sino el casero, el ácido sintetizado por el proveedor…; y todo, al mismo precio módico de dos dólares por persona.

 

Esa ejemplarmente era la atmósfera protocolar de la psicodelia. El mundo de los sesenta que atraviesa la coyuntura política de la Guerra Fría y del armamentismo nuclear. 

Y es en ese escenario derivado de los cincuenta que surgen los paradigmas de la contraguerra, del desarme nuclear que enarbola la bandera iconográfica de Gerald Holtom devenido como signo de la paz para la generación hippie: el icono del Flower Power, «el poder de la flor», y que ahora lo reconocemos como imagen de la generación de los sesenta.

Esa bandera se la iza como el símbolo de la contracultura que arremete en contra del conflicto bélico, del racismo, de la opresión sexual; contraponiendo a la vez el culto a la paz, a la igualdad de raza y de género, a la no violencia pero sí al amor: «Hagamos el amor y no la guerra».

Y en ese contexto de amor y paz confrontados ante la beligerancia del orden político y mundial, la primera contienda se la enfrenta en San Francisco, en la esquina de Haight-Ashbury, en el Buena Vista Park; donde la música es un aliado de esa manifestación generacional, como también lo son la política, la poética y el arte del cartel; pero, por sobre todo, la esencia psicotrópica que envuelve a todo; y quizás, como un intento eufemístico, signada con la fuerza de ser el espíritu fusionado de los aliados de poder: de las «plantas de poder» por excelencia.

Sí, hablamos de las sustancias psicotrópicas que son inseparables de esta estética barroquizada que ha tomado de diversas fuentes literarias, artísticas, místicas, religiosas…, para establecer su gran corpus creativo. Así, la psicodelia, como movimiento estético, conforma las bases de su creación en lo establecido por varias generaciones anteriores a su tiempo.

A partir de este enfoque, y en un sentido alegórico, resulta relevante mencionar las tres vías en las que era posible transitar el camino correcto para alcanzar la experiencia alucinógena: la de the gentel path, o «camino suave»: el del tabaco indio o el hachís; la del groovy way, o «camino maravilloso…»: el de la marihuana o ciertos hongos alucinógenos; o la del high way, o «camino elevado»: el del ácido o el STP (Serenity, Tranquility and Peace).

Y así, sobre esta base intracultural, que ya conlleva una solidez de forma y de técnicas y de consumo psicotrópico en función de la experimentación, se edifica el concepto de la percepción expandida como núcleo de la alucinación estética y de la consecuente producción creativa.

Y es en este plano conceptual donde el término alemán Gesamtkunstwerk, «la obra de arte total», define con exactitud el compendio y la diversificación de la estética psicodélica en los múltiples frentes de creación.

Citemos algunos ejemplos. La moda ácida de los diseñadores de The Fool. Los perfomances muscáricos (neologismo imprescindible) de Yayoi Kusama. Las clínicas lisérgicas de Timothy Leary. Los Liquid light shows en The Fillmore (arte psicodélico como fondo de conciertos psicodélicos). Y libros, álbumes, head shops (tiendas especializadas en la venta de parafernalia psicodélica…), programas televisivos (The Banana Splits)… En fin. Y ni qué decir del cine…

 

«Le pido al cine lo que la mayoría de los norteamericanos piden de las drogas psicodélicas —nos lo dice Jodorowsky. (El Topo, 1970; La montaña sagrada, 1973)—. La diferencia es que cuando uno crea una película psicodélica, no necesita crear una película que muestre las visiones de una persona que ha tomado una píldora; más bien, necesita fabricar la píldora en sí».

 

Y en cuanto al arte y a la gráfica propios de esta estética, la fórmula es del tipo Op-art al propio fluir del ácido lisérgico.

Cuando uno se confronta ante un cartel de Víctor Moscoso, por ejemplo, es casi imposible articular las palabras allí escritas porque refulgen de colores encendidos y prendidos en ácido. Resulta complicado distinguir las formas dibujadas de las letras debido a los efectos geométricos de las técnicas empleadas en este estilo más que óptico, y la suma de aberraciones cromáticas; efectos muaré o cebra; composiciones tipográficas significantes mas no significadas; e incluso de las fotografías de alto contraste llevadas al máximo nivel de la posterización.

Por otro lado, y como epítome de esta estética y en un mayor nivel sociocultural, se erige Woodstock (1969) como el ejemplo cumbre de festival con tintes psicodélicos. La gente hipnotizada por la música, en convivencia armoniosa, disfruta de tres días memorables en un concierto con la historia, el de aquella generación del flower power cincuenta años atrás. Un hito colectivo insuperado hasta la actualidad: tres días de evento; 32 actos; 400 000 asistentes pagados (18 dólares la entrada) más 100 000 colados aproximadamente; y apenas tres muertos: uno por sobredosis de heroína, otro por ruptura de apéndice, y el último arrollado por una máquina vial.

A partir de esas bases consolidadas, lo consecuente para la estética de lo psicodélico deviene en la experimentación sin límites… O, en términos más francos, la experimentación por sobre los límites de lo real.

 

«Después de mezclarlo con el licor y el vino, en vasitos de papel, el jarabe sabía a refresco para niños, pero con la fuerza del licor de cacto que solíamos tomar en Los Rápidos: frío y suave en la garganta y más ardiente y furioso cuando llegaba más abajo. Apagamos las luces de la sala de estar y nos sentamos a beber. Nos tomamos el primer par de copas como si estuviéramos tragando una medicina, en graves y silenciosos sorbos, y mirándonos unos a otros para ver si alguno caía fulminado».

Ken Kesey. One Flew Over the Cuckoo´s Nest. (1962).

 

En Alguien voló sobre el nido del cuco, Ken Kesey, en un tono autobiográfico, nos muestra ese principio de la experimentación con las sustancias psicotrópicas. Tal como el mellow yellow de Donovan que se conecta a la experimentación con las fibras del plátano…: Electrical banana / Is gonna be a sudden craze. «Banana eléctrica, esto va a ser una locura repentina». Y que Warhol lo plasmará con aquella banana de fruto magenta como portada de The Velvet Underground & Nico (1967), en un estilo de sofisticación neoyorquina sin perder el toque psicodélico.

Y así, uno más uno, son tantos los ejemplos significativos de entre los que no podemos dejar de citar Las enseñanzas de Don Juan, de las cuales surge el deseo de la conexión con las culturas ancestrales de América. Castaneda se imbuye en el mundo de los chamanes y se transforma en un brujo yaqui (el antropólogo se convierte en gurú).

 

«Aprende los asuntos del ´Mescalito´ —le dice don Juan Matus a Carlos Castaneda—, es un acto de lo más serio. Si fueras indio, tu solo deseo sería suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo».

 

O el ejemplo del padre «La Onda», Enrique Marroquín, el cura de las misas Beat; pluma insigne de «La Piedra Rodante», la versión mexicana de la Rolling Stone; promotor de Avándaro, el Woodstock mexicano; y pastor de los jipitecas o versión del hippie latinoamericanizado.

En síntesis, cada uno de ellos, cada ejemplo de los citados, es un modelo que nos permite adentrarnos a través del testimonio émico —desde el interior del movimiento— en la estética de lo psicodélico. Una estética que, anclada en el pasado, no deja de pervivir en el presente.

Echemos si no una mirada psicodélica al mundo de la Dimetiltriptamina, el mundo ayahuasquero; uno de los tantos signos de psicodelia contemporánea, y quizás veremos en un vuelo psicotrópico a Marroquín, a Burroughs o a Ginsberg hechos taitas u oficiando como taitas o levitando en el camino de los taitas (The Taita´s Path). O quizás podamos ver a un connacional alternativo hecho un yachak hampi runa: un hombre sabio, curandero y psicodélicamente gurú y sanador practicando una limpia con otras sustancias de poder. 

Esa, en suma, es la esencia de la psicodelia revestida de una estética psíquicamente consustancial aún presente en nuestro tiempo… ¿O no han ido acaso a una rave?