El infrarrealismo mexicano

 

La infrarrealidad, la existencia efectiva de lo que se encuentra por debajo del umbral de la percepción (de cada poro resuelto de mi piel), es un concepto inmediato que se relaciona con la materia expresiva (el lenguaje) y a un paso de la razón significante (volátil, aleatoria, testicular). La palabra: las palabras. Por tal razón, la infrarrealidad es y ha sido considerada como materia de lenguaje útil para la creación de contenido (por su propensión manifiesta a estallar); y, por extensión estructural, como materia de significación lingüística a todo nivel (de ni FUS ni FAS).

Lo intuyó como concepto de expresión el Roberto Matta expulsado del movimiento surrealista y lo acuñó como una fosa de destino expresivo más allá de la realidad de su espacio estético en los límites de lo onírico («Volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial»), por debajo del umbral de lo real; y, en consecuencia, como el elemento compositivo cifrado en lo infra para la construcción de un término teórico. Y claro: materia de expresión de ahí en adelante.

Y es que no se piensa de un modo infrarreal, sino que se percibe por debajo del umbral de lo real para luego conformar un pensamiento expresable, si fuera el caso: de lo que está ahí presente pero ausente a nuestro enfoque. Una suerte de coartada de estar donde uno cree que no se está y no estar donde uno cree que sí se está (Fiebre-No Fiebre / No Fiebre-Fiebre). 

Y eso es la infrarrealidad: materia de expresión que dispara hacia la conciencia cuando la idea se percibe y nunca más se desenfoca para luego confirmarse en pensamiento.

Y ya en un plano operativo y de ejecución: 

 

En términos de Lorena de la Rocha (México D.F., 1975): «Propongo que los poemas destruyan o no existan».

En términos de Roberto Bolaño (México D.F., 1976): «Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa».

 

Y es esa materia de expresión misma que Roberto Matta cita como el principio de una teorización —aunque apenas la plasme en su arte de una manera ostensible— la que despierta tres décadas después de su cuño la curiosidad de otro chileno, la de Roberto Bolaño, que la recodifica —con la locura salvaje de un detective— como la esencia natural de los real visceralistas, y que la cifra en manifestaciones de irrupción poética a través de la palabra, a través de la expresión del lenguaje verbal: poética de irrupción, poética de intervención, poética de acción.

 

[…] déjenlo que grite, déjenlo que grite (por favor no vayan a sacar un lápiz ni un papelito, ni lo graben, si quieren participar griten también), así que déjenlo que grite, a ver qué cara pone cuando acabe, a qué otra cosa increíble pasamos.

 

Déjenlo todo, nuevamente. Primer Manifiesto Infrarrealista

(fragmento)

Roberto Bolaño

México D.F., 1976.

 

De esa manera irrumpe el infrarrealismo e interrumpe el enfoque de lo preestablecido, de lo que se establece en un formato que se podría considerar inalterable, tal como lo pudiera ser una conferencia de Octavio Paz, por ejemplo (norma elevada de exposición cultural en aquellos tiempos); y así, con la irrupción la matiza con un lenguaje paralelo de intromisión: el articulado por los interruptores visceralistas: por los infrarreales del movimiento poético suburbano del D.F. setentero (déjenlos que grite a ver qué cara ponen cuando acaben de gritar…).

Y sí, este grupo de acción poética y de acción infrarrealista practicó la subversión irrumpiendo e interrumpiendo en foros de poesía, presentaciones de libros, coloquios culturales, veladas formativas; aprovechándose de la convocatoria que esos eventos alcanzaban en los públicos sociointelectuales de ese aquel entonces y con la finalidad exclusiva de plasmar en ellos la palabra paralela, a grito y declamación pelada, herida y limpia, que los autentificara como los nuevos cultores de una poética lumpen. 

Y así se originaron auténticos bochinches que a su vez señalaron a esos irruptores y los estigmatizaron como los revoltosos del momento. Eso los forzó, en realidad y alegría —en infrarrealidad plasmada en palabra—, a desaparecer del suelo mexicano hasta que un grupo detectivesco y salvaje emprendiera una empresa de búsqueda aleatoria de toda esa gente insubordinada: perdida en el planeta y debajo del umbral de la realidad.

Con Roberto Bolaño como el cerebro conceptual y accionista principal y Mario Santiago Papasquiaro como el irruptor y poeta infrarrealista por excelencia, ambos a la cabeza de esa corriente subversiva, se conformó la auténtica significación de la poiesis en acción: la creación o producción de la palabra libre y a un tris de lo real.

Los infrarrealistas, tal cual lo hemos descrito, manipulan la expresividad de la materia que subyace por debajo del umbral de lo evidente y así accionan el lenguaje (performan: anglicanismo útil para la comprensión cuando se rebalsan los límites de lo real y no lo percibimos, cuando se rebalsan hacia los costados los límites de la realidad para que la podamos percibir en otra posición). No es sueño, no es sub; es infra, y es real.

 

«El infrarrealismo ama sin reservas y no cree en el matrimonio. Le gusta ser aventurero en todo y piensa que las cosas no están hechas sino haciéndose (incluso piensa que muchas cosas están malhechas)».

 

Manifiesto infrarrealista. Por un arte de vitalidad sin límites

(fragmento)

José Vicente Anaya

México D.F., 1976.

 

Y es esa suerte de «amor» la que los infrarrealistas del México setentero practican con la palabra como materia prima de edificación, pero también con el performance como actividad artística que agita al espectador que se encuentra concentrado en un discurso: en uno que no es el de los infiltrados hasta ese momento: infiltrados reales visceralistas y con valor de entendimiento y propiedad de etiquetas. Y eso, evidentemente, es una suerte de situacionismo psicodemográfico, de [apropiacionismo], y demás…

Y así, y sin querer queriendo… 

digresión: [expresión chavista: la del chavo de la vecindad de Televisa… (dentro de un barril —y entre rayas— [y corchetes]) 

: y no la del de la patria bolivariana y anegada entre ahogos y si acaso de motivación infrarreal que marea con tantas rayas y corchetes]: cerramos la digresión…

lo expresan como un acto de poesía editada en tiempo efímero: poesía declamada a la brava en los espacios no autorizados para expresar infrarrealidad, aunque idóneos y necesarios para mostrarla en su máximo enfoque de significación.

Poesía declamada como la de Roberto Bolaño, la de Mario Santiago Papasquiaro, la de José Vicente Anaya, la de Piel Divina, y la de tantos más casi infrarreales: los cien por ciento reales visceralistas: Arturo Belano, Cesárea Tinajero, Auxilio Lacouture, y Ulises Lima, como los principales alter ego de esos otros egos, se demuestra infrarreal, deviene infrarreal, es lo más cercano a lo infrarreal.

Y es esa poesía, cuando lo infrarreal desaparece de la noche a la mañana en México, la que se envuelve de una manera subrepticia entre la prosa que razona el concepto infrarreal y que lo expone como tal en escenarios más disímiles como los de una poesía nazi en Latinoamérica que alcanza el 2666; pero que no lo rebasa, sino que se rebalsa a sí misma en ese año inalcanzable, ahora mítico, y sin dar término a un final de página río (suerte de la vida o verdadero designio infrarreal para el autor de esas novelas que nunca alcanzan un final). 

Y ese es el infrarrealismo que se arropa de la prosa en la obra de Bolaño.

 

«Y los seguí: los vi caminar a paso ligero por Bucareli hasta Reforma y luego los vi cruzar Reforma sin esperar la luz verde, ambos con el pelo largo y arremolinado porque a esa hora por Reforma corre el viento nocturno que le sobra a la noche, la avenida Reforma se transforma en un tubo transparente, en un pulmón de forma cuneiforme por donde pasan las exhalaciones imaginarias de la ciudad, y luego empezamos a caminar por la avenida Guerrero ellos un poco más despacio que antes, yo un poco más deprimida que antes, la Guerrero, a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1974, ni a un cementerio de 1968, ni a un cementerio de 1975, sino a un cementerio del año 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ha terminado por olvidarlo todo».

Amuleto

Roberto Bolaño

1999.

 

Y Roberto Bolaño lo comprendió así cuando trocó el verso por la prosa, puesto que ya no podía ser infrarrealista luego de ceder la expresión a favor del contenido. Y eso lo ubicó con los dos pies sobre la tierra por cada historia que iría a narrar, aunque no dejó de enfocar en los detalles de lo presente y ausente de esas esferas de ficción: ausencia y presencia a la vez. 

Es así como su obra narrativa es una coartada de la poética que lo traiciona, asomando y distinguiendo entre las líneas de lo prosaico, y que se magnetiza entre las líneas de sus novelas como si fuera un amuleto imperceptible/perceptible pero presente. Poética y prosa como opuestos irreconciliables que se definen en su dualidad: de la misma naturaleza creativa pero de distinto grado de redacción.

Esa coartada poética se define, por ejemplo, con nombre de Auxilio Lacouture sentada sobre un inodoro académico repasando una y otra vez las líneas textuales de la luna que terca se pasea por el embaldosado del baño de una universidad de la poética. Un inobjetable amuleto, pequeñito y lumpen; o, quizás: una estrella distante más quizás y aún.

Y es así —y ya en un plano casi cósmico— que el infrarrealismo no ha quedado como un ismo exclusivo de la poesía mexicana de ese tiempo relatado, sino que ha quedado como un ismo sin tiempo, como un amuleto desde antes de vanguardias y ulterior hacia más allá del 2666. 

Ahora no es sino una conciencia material de la expresión que subyace en lo no evidente ni coartado ni rotundo en su consistencia esencial.

Y es que esto funciona así: la naturaleza manipula los espacios extendiendo y contrayendo, estirando los límites de lo real, y comprimiendo esos mismos límites en los no-límites de lo infra: y así genera un continuum de expresión en el que la evidencia y la percepción —lo evidente y lo perceptible— se colocan en las antípodas del sentido del «no ser». Y así: la infrarrealidad es una realidad que no es, y que por eso puede llegar a reconocerse como una realidad como tal. Y es que: si no fuera una realidad en esencia: ¿cómo podría considerarse un tipo de infrarrealidad?

Y sí, la anterior es una crítica hegeliana en favor del devenir del real visceralismo de Roberto Bolaño en su obra, y de lo real visceralista de la vida, obra y muerte de Mario Santiago Papasquiaro; el hombre que, en la dimensión en que se encuentre ahora mismo, en su dimensión infrarrealista, ya no ha de estar usando un bastón como apoyo en su andar; sino, y quizá, otro medio de apoyo, otro artilugio para insistir en darse contra el mundo en el que habita viviendo la experiencia de lo que significa ser un ser infrarreal…; y, posiblemente, junto al mismísimo espectro de Bolaño.

 

«Y ahora allí estaban, hablando con el tipo vestido de blanco, de regreso en el DF, uy no me veían o no me querían ver, de tal manera que yo tuve tiempo de sobra para observarlos y para pensar en lo que tenía que decirles, que mi padre estaba en un manicomio y que devolvieran el coche, aunque a medida que el tiempo pasaba, no sé cuánto rato estuve allí, las mesas de los alrededores se desocupaban y se volvían a ocupar, el tipo de blanco no se quitó nunca el sombrero y su plato de enchiladas parecía eterno, todo se fue enredando dentro de mi cabeza, como si las palabras que yo tenía que decirles fueran plantas y éstas de pronto comenzaran a secarse, a perder color y fuerza, a morirse, y de nada me valió pensar en mi padre encerrado en el manicomio con una depresión suicida o en mi madre blandiendo la amenaza o el estribillo de la policía como si fuera una porrista de la UNAM (como en sus años estudiantiles efectivamente fue, pobre mamá), porque de pronto yo también empecé a quedarme mustia, a desintegrarme, a pensar (más bien a repetirme como un tam-tam) que nada tenía sentido, que podía quedarme sentada en esa mesa del café Quito hasta el fin del mundo (cuando yo iba a la preparatoria teníamos un maestro que decía saber exactamente lo que haría si estallaba la Tercera Guerra Mundial: volver a su pueblo, porque allí nunca pasaba nada, probablemente un chiste, no lo sé, pero de alguna manera tenía razón, cuando todo el mundo civilizado desaparezca México seguirá existiendo, cuando el planeta se desvanezca o se desintegre, México seguirá siendo México) o hasta que Ulises, Arturo y el desconocido vestido de blanco se levantaran y se fueran».

 

Los detectives salvajes

Roberto Bolaño

1998.

 

En Los Detectives salvajes, Arturo Belano (anus bellus y ominoso, cualidad de Arthur Rimbaud, tan cercano y tan distante a la de Pedro Lemebel…) busca a Ulises Lima y ni siquiera lo encuentra para cuando Bolaño ha terminado de escribir el libro y Mario Santiago ya ha muerto sin poder leerse ni reencontrarse ni estamparse en la prosa de su mejor amigo…, y es que ni espacio les ha quedado como para poder mojar en la ducha ese libro y tenderlo luego en el tendedero del tiempo.

Ese libro se ha de quedar colgado junto al testamento geométrico de Dieste y otras ropas en el tendedero del profesor de Santa Teresa para que aprenda de la vida y no enseñe geometría aproximada…, porque a las mujeres de esa ficción las mataba el viento sin dejar la misma huella sofocada con el hombre como arma homicida… (¿O será con arma de mujer? Ya nunca se lo podrá saber en esta vida que no alcanza al 2666: un año ya olvidado para siempre).

 

La iglesia olía a incienso y a orina. Los pedazos de yeso esparcidos por el suelo le recordaron una película, pero no supo cuál.

 

2666

Roberto Bolaño

2004.

 

A veinte años de la muerte de Mario Santiago Papasquiaro, a quince de Roberto Bolaño, se ha celebrado una vez más, en algún lugar de chupe (o en algunos tantos de libar palabras), el boicot a la regla literaria y a su sintaxis convenida, y se ha ratificado el canon infrarreal de la irrupción en la poética. 

Sin duda se lo habrá celebrado en cada pulquería mexicana desde Ciudad de México hasta la ciudad de Santiago Papasquiaro, la del seudónimo de José Alfredo Zendejas, y en la dimensión paralela de la infrarrealidad. Y, si se quiere, en el resto del planeta: en pulperías, cantinas, tascas, tabernas y bares, o en cualquier esquina de trago tardío o tempranero. 

Se lo ha celebrado en número cerrado: veinte por Santiago, quince por Bolaño, y de 2666 por los infrarrealistas anónimos que superan esa cantidad de tiempo y espacio y sin darse por enterados de que todos ellos son parte de esa cifra desbordada.

 

Los muelles del universo

se están quemando

 

Moriré sorbiendo pulque de ajo

Haciendo piruetas de cirquera

en la Hija de los Apaches

del buen Pifas

 

Bajo la bendición

de las imágenes

sagradas/ inmortales

del Kid/ el Chango/

el Battling/ el Púas

Ultiminio/ el Ratón (sacerdotes del placer

del cloroformo)

 

Qué más que 

saber salir de las cuerdas

& fajarse la madre en el centro del ring

La vida es 1 madriza sorda

Alucine de Efe Zeta

Película de Juan Orol

Mejor largarse así

Sin decir semen va o enchílame la otra

Garabateando la posición del feto

Pero ahora sí

definitivamente

& al revés.

 

EME ESE PE

Mario Santiago Papasquiaro

México D.F., 1998.

 

… esa locura de cortarse una mano subyace en el umbral de la realidad donde se practican malabares y piruetas —piruetas de cirquera—, aunque jamás en un plano surreal, sino en un estado potencial de infrarrealidad, de pura infrarrealidad garabateada en posición: definitivamente & al revés.

Esto es el infrarrealismo mexicano en cierta medida: tres puntos suspensivos definitivamente y vueltos de cabeza