Las ucronías de Miguel Varea

 

Miguel Ángel Varea Maldonado, emancipado del colegio, de la estructura académica primaria, y de la que fuera secundaria para él, se refleja suspendido en su generación, en la de los sesenta psicodélicos tardíos en el Ecuador; pero proactivos, presentes y roqueros en Varea: el joven que cursaría dos años de universidad en Quito y algo más de un año de grabado calcográfico en Madrid. Luego de eso: su propia escuela, su academicismo único y su labor inacabable. Algo semejante a lo que forjaría Kurt Schwitters en su mundo one-man-dadaist. Un destino inamovible como los destinos de esos tantos que se encarrilaron en su propio tren de una sola estación y sin paradas.

El graduado de las academias se libera de sus nombres que lo inscriben como ciudadano y se designa tan solo como Miguel. Libre en su espacio y libre para caligrafiar dibujos en el tiempo levitado de un artista. 

Y es que el tiempo se detuvo para el que siempre insistió ser joven y anárquico, y que en su obra evolucionó a partir del tiempo que él mismo impuso y que escogió edificarlo a su modo.

Esta es la designación que propone la ucronía de Varea: la cualidad sincrónica de un tiempo cero a partir del cual el ser que en él discurre, el Miguel autobiográfico, evoluciona en su cordura y su locura: ambas dualidades empatadas en una mente creativa y productora; y se perenniza como habitante infinito de su espacio, de su tiempo y de su mundo; y, por consecuente generación casi espontánea, de sus significados, sus formas y su estética.

De esta manera nos llega el mundo artístico de Miguel Varea: de expresión hierática, arte-artesanal en forma; caligráfico en trazo; con su propia voz interna, la única audible; y con su propia escritura ortográfica, la única posible. 

Es un mundo libre y confinado en sí mismo, con tantos habitantes, tanta compañía y tanta soledad, hecho a la medida del demiurgo que lo detuvo, que lo crio y que fue capaz de edificarlo.

Es así como resulta muy fácil conocer a este artista a través de su obra, pues esta ha sido autorretratada por ese demiurgo que la firma y la refrenda como Miguel, y que nos permite conocer un mundo dibujado a imagen y semejanza del autor. 

Así identificamos el dibujo caligráfico. Un dibujo de plumilla fina, iluminado y trazado con meticulosidad de grabador; minucioso en la acumulación de líneas sueltas o visceral en cuanto a las acumulaciones entramadas que dan volumen y que producen sombras como metonimias figuradas de una fuente de luz viva: la del demiurgo; y que, principalmente, describe espacios, volúmenes y sobre todo personajes de la misma naturaleza de su «autodeterminado» entorno.

Este Miguel poético despliega narraciones extraordinarias fuera del orden común que avanza con el tiempo ajeno al ordinario, y que no son sino propias del orden ucrónico del dibujante; y dentro de entramados retóricos o en estampas que conforman portadas de historietas que el lector de esos dibujos, observador de la palabra de Varea, pueda ser capaz de articular.

La poiesis descrita se eleva con la técnica empleada que se percibe en cada dibujo y tan prolija en el detalle. Una técnica académica que le permite acumular las tramas que conforman los volúmenes naturalistas del dibujo y con la que es capaz de figurar rasgos estáticos, los hieráticos de rostros, por ejemplo, o de definir movimientos en un tiempo descriptivo y siempre imperfecto a partir de posturas asimétricas de pies volteados o de rostros henchidos y ahogados en palabras.

Así se conforman los personajes en el mundo suspendido de Miguel Varea. Muy observadores con quienes los miramos detalladamente, aunque —casi siempre, y esa es la norma de la excepción— elevados y atentos a lo que posiblemente esté sonando en su ambiente. Rock clásico, seguro: de Creedence, de los Allman Brothers, de Cream, de Canned Heat… O quizás síntesis aditivas de bullicios transeúntes idealizados en el topos de Varea.

Esa música, esos ruidos (también ucrónicos y suspendidos en el tiempo…), se absorben invadiendo en los espacios diagramados y alterando la presión atmosférica tan perceptible visualmente como partículas sonoras que, de una manera sinestésica, Varea las resuelve con un meticuloso puntillismo entre los espacios y las formas: auténticas brumas atmosféricas con volumen, tono y voz personal. 

Y con lo lleno va el vacío. 

Amplias zonas no tratadas en el soporte, sin trazos ni manchas de alguna tinta, y tan solo blancas o pletóricas de blanco que por lo general determinan consonancias con lo lleno, las podemos apreciar en ciertos detalles que aparecen en las obras. Por ejemplo, en varios marcos sin dibujos o cabezas con tan solo labios y liberadas de expresión.

Esas representaciones figurativas pueden ser naturalistas o caricaturizadas, aunque siempre nos han de mostrar un «carácter vareísta» de mucha determinación. 

Miguel Varea incluso agranda y abulta personajes anónimos en una suerte de «carga montón» y los acopia en espacios apretados con el fin de generar hipérboles figurativas o acumulaciones pictográficas, o incluso para configurar sitios referentes consigo mismo (habitaciones, el estudio, su taller); y muchas veces incluyéndose él mismo, autorretratado, como el habitante principal de las ucronías de Varea.

Y en cuanto a la paleta de color que más lo identifica, no es sino la del tintero. Monocromática en la mayoría de los dibujos, o de un color local que tiñe la atmósfera de una pintura o de un texto protagónico. 

Y es que no podría ser de otra manera, el color se suspende en el grado cero de la esfera de significación de su autor y así define la temperatura de los ambientes-sin-tiempo de cada composición. 

Ambientaciones y ambientados en los ambientes de Miguel siempre designados con etiquetas nominales: «Asunto difícil», «Bestia de arriba, bestia de abajo», «Los dioses», «Herradero», «Sota de tripas». Y muchas de esas etiquetas complementadas con máximas exclusivas del autor que sentencian y que devienen como bases textuales de estructura. 

Veamos algunas de estas signadas por Varea: 

 

Apotegmas de Varea: «En este momento nace una presencia de lo bello». 

Adagios de Varea: «Los estados emocionales fuertes y profundos dejan huellas indestructibles en nuestra memoria». 

Confesiones de Varea: «A mí me fascina el mundo de la droga, ese hecho de ir a conseguirla, esa marginalidad, esos barrios, esa gente, ese secreto, ese misterio; esos mundos del centro de Quito, San Roque, San Marcos, Santo Domingo. Esa gente donde voy a cargarme me abre un mundo alucinante».

Metáforas descriptivas de Varea resueltas con el solecismo estricto de Varea: «Somos instantes ke duran añísimos en universos ke nos hacemos a punte rekorrer kaminísimos más trillados ke la misma mierda». 

Aforismos de Varea: «…Las experiencias cotidianas. Cuotidianas experiencias».

Etopeyas de Varea: «Borrachera psicodélica. La gente está alucinando porque está intoxicada y ya no ve la realidad como es».  

Definiciones de Varea: «La pelona viene a ser akella vieja ke te lleva sin remedio a la kaja: fetiche rituado por los llamados deudos. Experiencia trágika».

 

En suma, la retórica de Varea resulta inacabable como para haber llevado un oficio de cronista pictográfico sin tiempos acotados sino en sus propios límites de autor.

Y es que cuánta capacidad descriptiva de rasgos internos, psicológicos o morales, contiene una sentencia de Miguel Ángel Varea Maldonado, devela un dibujo de Miguel Varea Maldonado, conviene una composición de Miguel Varea. 

Son tantas esas sentencias escritas y dibujadas que alumbran un mundo alucinante y que develan un temperamento adictivo: «drugo o guardado», como él mismo lo designa, y de un solo habitante en su propia ucronía.

En fin. Para saberlo se ha de mirar atentamente la obra de este autor sincrónico y agudo, y con el fin de percibir su latente estado de cordura y su manifiesta esencia de locura sintetizados en la ucronía de un solo tiempo recortado que, para Miguel Varea, para el que firma Miguel en cada obra, habrá sido siempre el mejor.