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Quito, viernes 26 de marzo de 2027

([…])

 

Concierto de campanarios en la ciudad. Mi perro, sereno, encaramado en su cojín, parecía tan sereno como parecía estar la funda —presente en medio de la sala— negra: la que contenía lo importante. Un paquete. Un regalo. Había que desempapelar el último obsequio de mi amiga, y así me dispuse a hacerlo.

La funda traía un envoltorio forrado con papel de cera verde que Amanda había asegurado con varias vueltas de cinta de embalaje transparente.

«¿Qué había guardado con tanta precaución?», pensé; pues su forma, aun siendo un tanto informe, se dejaba ver rectangular, como la de una caja algo chata en las que empacan camisas para terno: camisas de cuello duro, bolsillo en el corazón, puños reforzados y botones acordonados, equidistantes, y de un vinilo redondo y opaco. 

Ya rasgado el forro, en efecto descubrí una caja de cartón cubierta con un paño de gamuza gris ajustado con la gargantilla roja de Amanda, su fetiche apotropaico: el fetiche de Amanda para espantar a los demonios cínicos que solo espantan a los perros (cínicos por naturaleza atávica). 

Incrustada en ese choker, como ella lo llamaba para ganar tiempo y despistar, contrastaba una tarjeta blanca, interrogante: «¿Son tus pensamientos, Lavallén?»… 

Deslicé la gargantilla para liberar la gamuza de la caja. Retiré la tapa y vi unas cartas y algo más…; cartas de Aldo Tapia, varias; un paquete de Chesterfield con un cigarrillo en su interior […].

¿Acaso eso era todo? 

La parte por el todo, sí: el espejo del pasado y de frente con el rostro del Abuelo reflejado en mi vejez […]. El resto, espejismo de presente y espejismo de futuro que vi y vi venir.

Tal descubrimiento me suspendió en el vacío de ese tiempo —más de cuarenta años ya pasados— cuando se procesionaba por cada Viernes Santo, unos detrás de otros, con las trazas de los cucuruchos y los trazos de las caudas por las calles del centro histórico de Quito; por el transepto de la catedral primada de la ciudad… Pero ahora, en este día santo en especial, ya repicaban las de las nueve de la noche y en mi interior principiaba a recorrer, tal cual lo presintiera desde que extraje el regalo de la funda, la que sería mi definitiva procesión: «la última».